sábado, 26 de enero de 2013

La leyenda del Callejón de la Monja.

 
Hoy volvemos de nuevo a la Casa del Sol, para contar otra historia que tiene como protagonista personajes de esta familia.

Callejón de la Monja, Cáceres.

Todo comienza al fallecer en 1864, en la ciudad de Turín (Italia), don Vicente de Ovando Solís y Pereiro, tercer y último Marqués de Ovando, legando toda su fortuna a los Padres Misioneros de la Preciosa Sangre, con la obligación de establecer una residencia en su palacio natal de Cáceres. 

Una vez asentados los Padres Misioneros en Cáceres, hallaron en el palacio de los Solís, dos retratos pintados al oleo. En uno de los retratos estaba dibujada una niña pequeña en mantillas, adornada con cintas y encajes y en el otro una mujer de treinta y tantos años, con hábito de monja dominica recoleta. Ambos retratos representaban a la misma persona, doña María Manuela de Ovando y Rivadeneyra, y con ella con una trágica leyenda. Esta es su historia.

Don Francisco José de Ovando Solís y Rol, nació en Cáceres y fue bautizado en la iglesia de San Mateo el 3 de octubre de 1693. En 1710 era ya cadete en la Compañía de los Ejércitos de Extremadura, embarcando en 1717 como marino en la armada. En 1733  ya como Capitán de la fragata “La Galga”, contribuye en la conquista para la corona española de la fortaleza de Brindisi (Italia), haciéndole merced el Rey de España con el título de Marqués de Castell-Brindisi, que a petición propia y con el consentimiento real trasformó en Marqués de Ovando. En 1740 en las Américas, participa con su navío “Dragón” en la defensa de Cartagena de Indias. En 1743 es ascendido a Jefe de Escuadra, hasta que en 1750 es nombrado Gobernador y Capitán General de las islas Filipinas.

Retrato de Sor María Manuela ( F. Martín)

Casó por poderes en Puebla de los Ángeles (Méjico) con María Bárbara de Ovando y Ribadeneyra, y fruto de esa unión nace en 1753 en Filipinas, la protagonista de los cuadros, María Manuela. Aquella niña era objeto de cariño y veneración de todos, y más de su padre alejado de su familia natal, encontraba en ella la alegría necesaria para soportar aquella soledad. Pero he aquí, que al cabo de unos meses la niña cayó gravemente enferma, don Francisco mandó llamar a los más insignes doctores de las islas, pero ninguno daba con la cura de la dolencia de la niña.

“Lo siento mucho Gobernador, hemos hecho todo lo posible pero por la gravedad de sus síntomas no creo que la niña pueda durar mucho mas.”  Les dijo el último médico que la atendió.

“No puede ser, algo mas podrán hacer, pídame lo que quiera, lo que necesite.” Suplicaba el entristecido padre.

“Ahora está en manos de Dios y solo un milagro podría salvarla, recen por ella.” Respondió de nuevo el galeno.

Y así lo hicieron, desolado don Francisco junto con su afligida esposa rezaron y rezaron con fervor al Señor, por la sanación de su amadísima hija, y ante la imagen de Nuestra Señora del Buen Fin hicieron un santo juramento.

“Nuestra Señora madre de nuestro Dios todopoderoso, vos que obráis tantos milagros y sois la admiración de los feligreses, si le concedéis la sanación y la curación a mi adorable hija, prometo que cuando tenga edad casadera, los hábitos contraerá y esposa de vuestro hijo será, prometo  además contribuir con generosas limosnas a la caridad, tenéis mi honor y palabra.”

Milagrosamente y ante el asombro de los doctores la niña se salvó, y la angustia en alegrías se transformó, El gobernador como prometió hizo generosas donaciones a los conventos, e incluso a un galeón mandado construir por él, lo bautizó con el nombre de “Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Buen Fin” que fue uno de los mas grandes de las naves denominadas como "galeones de Manila", destinado al tráfico de mercancías entre Filipinas y México.

Galeón de Manila (F. Internet)

Pasaron  unos años, y quiso la mala fortuna que ya relevado de su cargo el día 9 de diciembre de 1755 don Francisco José de Ovando cuando navega de vuelta a la península junto a su familia, en el galeón Santísima Trinidad rumbo a Acapulco enfermara y falleciera poco tiempo después. Así lo relata el diario de a bordo. 

“Esta mañana, a las nueve, murió el Muy Ilustre Señor Don Francisco José de Ovando, Marqués de Ovando y Jefe de Escuadra, Mariscal de Campo, que acabado su Gobierno en Filipinas iba de tornavuelta a España, de edad de sesenta años”.

Su cadáver tras recibir los honores reglamentarios fue arrojado a la mar. 

En su última voluntad el Marqués aconsejaba a su familia que regresaran a Cáceres, pues unos años antes había mandado a su hermano diez mil pesos para la compra de fincas rusticas donde debían construir un gran palacio en el potro de Santa Clara y cerca de la puerta de Mérida y cuyos planos adjuntaba en la carta, la casa nunca se llegó a edificar, porque el Concejo había concedido dicho solar a otro peticionario.

Planos enviados por Ovando. (Libro Maria del Mar Lozano)

Pero la madre nombrada tutora de sus hijos, José Francisco su primogénito y María Manuela, decidió volver a Puebla de los Ángeles (Méjico).

Allí la niña fue creciendo sana y feliz hasta convertirse en una hermosa joven. Sus encantos, caridad y belleza junto con las riquezas heredadas, la convirtieron en la pretendida de muchos galanes. Y llegó la hora de casarse y de entre sus pretendientes eligió uno guiada por su corazón.

Con el beneplácito de su hermano mayor y de su amada madre se dispuso la fecha para tan ilustre celebración. Todo era un alborozo en la casa de la novia, se confeccionaron las invitaciones, las galas que vestirían, las vituallas que comerían y la música que sonaría en la velada. Pero dos semanas antes del enlace, el novio de repente extrañamente enfermo, falleciendo en cama días después.

La tristeza inundó el corazón de la prometida, suerte o destino, un duelo cubrió la casa, mas con la ayuda del tiempo la joven fue recobrando la alegría de antaño.

Pronto surgieron nuevos pretendientes, el amor volvió a renacer en el corazón de María Manuela, y el aristócrata agraciado solicitó su mano siéndole concedida. Volvieron los preparativos de boda, invitaciones, vestidos, vituallas y se dispuso el templo nupcial.

En la fecha señalada a la hora indicada y en la iglesia concertada, esperaba la novia junto a su madre, hermano, parientes y amigos, a su engalanado prometido. De pronto, procedente de las escaleras se escucha un estrepitoso golpe seguido de algarabías y numerosos gritos.  

“Cielo santo está muerto, está muerto.” - Se oye. - “Que desgracia mas grande.” 

Todo el mundo acudió al lugar de los hechos, allí inerte al final de la escalera yacía el novio. Según contaban sus acompañantes, cuando iba por las escaleras cayó desplomado súbitamente y al instante falleció.

Nadie daba explicación alguna a tal excepcional suceso, la tragedia y el infortunio volvió a la familia. María Manuela se encerró en sí misma, el llanto y en el dolor llenaba su vida, su felicidad se había vuelto a truncar en las vísperas de su boda. 
 
Puebla de los Ángeles, Méjico 1811 (F.I.)

Y la vida transcurrió, mas al añadido de su tristeza por sus frustradas bodas, tuvo que soportar penurias y maltrato, por parte de su padrastro, pues su madre se había vuelto a casar con el Conde de Salinas, hombre cruel, derrochador y desconsiderado, que dilapidaba su patrimonio.  Día tras día su amargura se iba acrecentando,  una tarde  un Oidor de la Audiencia de Méjico que solía visitar asiduamente Puebla de los Ángeles, el licenciado Becerra, se fijó en ella y al cabo de un tiempo solicitó su mano. María Manuela,  sin amor pero deseosa de salir de aquel infierno en que vivía en casa de su padrastro, pues su madre ya había fallecido, aceptó la propuesta matrimonial.

Y por tercera vez, con una boda menos ostentosa y austera, María Manuel llegó altar, y por fin las nupcias se celebraron, María Manuela  se casó. Pero nuevamente el azar o la mala suerte quisieron que el licenciado Becerra a las pocas semanas muriese.

En el entierro de su esposo María Manuela se encuentra con una anciana  que había trabajado al servicio de sus padres cuando ella nació y le relata la olvidaba promesa que realizó su padre:

“Hija mía esto que te sucede es castigo del Señor, la desgracia te acompaña por incumplir la promesa que tu padre hizo ante el Señor y Nuestra Señora del Buen Fin, a los pocos meses de tu nacer. Cumplir debieras tal promesa y profesar su amor solo debes.”

Y así conociendo la causa de su infortunio sufrido en la vida y cumpliendo por fin la promesa, María Manuela de Ovando y Rivadeneyra entra a servir en el convento de Dominicas Recoletas de Santa Rosa en Puebla de los Ángeles (Méjico), sirviendo por muchos años con grandes virtudes y perfecciones a la comunidad religiosa. Hasta que el 29 de septiembre de 1790 moría bajo el nombre de sor María Manuela Bárbara del Santísimo Sacramento.

Interior del Convento de Santa Rosa, Puebla de los Ángeles (C.V.C.)

Desde entonces a través de los Padres Misioneros unida a la historia de la Casa del Sol es conocida la calle como el Callejón de la Monja.


Más leyendas son y así te las he contado, gracias y hasta la próxima-



Escrito por: Jesús Sierra

Fuentes: -“Ayuntamiento y familia cacerense”, Publio Hurtado.
     -“Nobiliario de Extremadura”, Adolfo Barredo de 
                  Valenzuela, Ampelio Alonso de Cadenas y López.
                 -“Revista de Historia Naval”, año 2005, José María 
                  Silos Rodríguez.
                 -“La casa de Ovando”, José Miguel de Mayoralgo y 
                  Lodo.
                 -“Proyecto de un palacio en el Cáceres del s. XVIII 
                  que no se llegó a construir.” María del Mar Lozano 
                  Bartolozzi.

sábado, 19 de enero de 2013

La leyenda de María "la viuda."



       En una de las sierras próxima a la ciudad de Cáceres, cerca del pueblo de Alcuescar, en sus montañas habitaba un enigmático y misteriosos personaje, los pocos que habían logrado verlo, decian que vestia con arapos y pieles mal curtidas, su barba era profusa y enredada, y su tez morena por el sol y el viento.

Paisaje con ermitaño. Museo del Prado.

            Según contaban los campesinos que frecuentaban la sierra, al atardecer, procedente de la abrupta y casi inaccesible cueva donde moraba el solitario personaje, se escuchaban gritos y lamentos estremecedores, fruto de la férrea disciplina a la que se sometía, mas parecían lamentos de almas penitentes suplicando misericordia, que suspiros humanos, hasta el punto que muchos de esos campesinos al oirlas raudos se apresuraban a encerrarse en sus casas, a cal y canto.

            La vida del anacoreta trancurría placidamente entre penitencias y oraciones, y su fama de santo hombre, bien conocida en los alrededores, le bastaba para que a través de las limosnas y de la propia naturaleza consiguiera todo lo necesario para alimentarse. Entre penitencia y oraciones, contaban que solía entablar conversaciones con el Señor, y una de esas conversaciones quiso conocer de palabras del Señor, la suerte que correría su perturbada alma, cuando le llegara la hora abandonar su doliente cuerpo.

            “Dios, mi señor, vos que conoceis bien mi dedicación y obra a tu causa, que sois la razón de mi existencia, podríais decirme; ¿que suerte le espera a mi alma despues de abandonar mi cuerpo?”

             Y Dios le respondió: “A tu alma le espera el mismo sino, que al alma de una mujer que vive en una ciudad muy cercana, y que la conocen como María la viuda. Ambas almas unidas están en destino.”

             El asceta movido por la curiosidad de saber como sería esa mujer a quien su alma estaba ligada, recorrió los pueblos cercanos, preguntando a sus habitantes por María “la viuda”, pero nadie la conocía ni sabían de ella, hasta que llegó a la ciudad de Cáceres. Allí se dirigió a la casa de un clerigo, que preguntando a la entrada de la ciudad le había indicado su morada, y creyendo que era quien mas podría saber de los feligreses de dicha ciudad y de tan insigne mujer, llamó a su puerta.

            “Decidme, ¿en que os puedo ayudar?” –Dijo el clerigo que abrió la puerta.

            “Hermano desde las montaña vengo en misión de Dios, tu que conoces a los parroquianos de esta villa, ¿dime si aquí habita una mujer a la cual llaman María la viuda?”

            “Aquí habita, dime, ¿Qué quieres de ella?”

            “Alabado sea el señor, Hermano dime donde vive, deseo hablar con tan santa mujer e imitar sus obras y virtudes hacia el señor para ganar el cielo.” Respondió el asceta.

            El clerigo que había oido hablar del ermitaño de la sierra de Alcuescar y conocía de sus humildades, penitencias y milagros, le habló:

            “Debes estar equivocado, hermano pues no hay nadie por estas tierras mas santo que tú, esa mujer por quien preguntas, ha dado mucho de hablar por aquí pero no por su santidad, si no por sus deshonestidades. Es un alma perdida de Dios, no debes ir a verla.”

             “No puede ser, fue Dios quien me habló de ella, y él no está equivocado. Por favor indicame el camino hacia su casa, debo verla.”

Calle Tiendas, Cáceres.
     
         El anacoreta se dirigió a la casa de María “la viuda” y a su puerta llamó:

            Una mujer de edad avanzada abrió la puerta.

¿Eres tu aquella que llaman María la viuda? Habló el ermitaño.

“Asi es, y vos, ¿Qué quereis?”

“Desde las montañas de la sierra de Alcuescar, vengo para veros y hablar con vos, es el Señor quien me envia y te ruego que me des alojamiento por esta noche, en tu casa.”

María, que tambien habia oido hablar del santo que habitaba por aquellas tierras, le dejó entrar y arrodillada a sus pies le dijo:

“¿Por qué tanta honra para una pecadora? Un santo varon como vos os mereceis pasar la noche en un de los majestuosos palacios de la villa, y no en una casa de una pecadora como yo.”

“María, es el señor quien me ha enviado, y es a él, al que ofenderíais si no me dierais alojamiento en tu casa.”  

            Y así lo hizo, María le acomodó en una de las habitaciones de la lujosa casa en que vivía, muy alejado de la vida de pobreza y santidad que el ermitaño había elegido.

            A la mañana siguiente, María, se apresuró a hablar con el ermitaño.

            “Santo varón, creo que Dios os ha enviado aquí para poder desahogar mi conciencia en vos, humildemente os pido que me escucheis, debo contaros un secreto que debeis guardar y no denunciar ante la justicia, acompañadme.”

Interior de casa en el casco histórico, Cáceres.

             El ermitaño acompañó a María hacia otra de las habitaciones igual de lujosa de la casa. María portaba en su manos una bandeja en la cual habia leche, un trozo de queso y pan. Al entrar la deposito sobre una mesa.

            “Puedes salir” -Dijo María.- Y de entre la sombra salió un hombre.

            “¿Quién es este hombre y porqué lo ocultais aquí ?” Extrañado dijo el ermitaño.

            Y María entre sollozos empezó a relatarle la historia de aquel hombre que escondía.

            “Este pobre hombre es un perseguido de la justicia y aquí lleva refugiado bajo mi amparo veinte años ya, este hombre es el asesino de mi unico hijo.”

            “¡El asesino de tu hijo!” -Dijo el ermitaño.- “¿Y le escondeis en vuestra casa?”

            “ Así es, santo varón, los dos fueron muy amigos de niños, ya en su juventud siempre iban  juntos, como hermanos, pero un día en una disputa, por motivos que ya olvidé y no quiero recordar, se echaron mano a las navajas y la desgracia quiso que diera muerte a su mejor amigo, mi hijo. Perseguido por la justicia quiso el Señor que viniera a mi casa y contándome lo sucedido, me compadecí de su desgracia, que era la mía también, y no pudiendo remediar ya la perdida de mi hijo, aquí le di refugio y cobijo. Y así cada día, desde hace veinte años, ofrezco este sacrificio al Señor, para que me perdone por mis muchos pecados.”

            El ermitaño, ante tal magnánima acción, dijo:

            “ En verdad pues tu sacrificio es mas que humano, renovando todos los días tu dolor y tu perdón, gran caridad y humildad posees, y por eso Dios me ha enviado a ti,  ante tan desprendido acto mi penitencia ante el Señor es pequeña y me llena de satisfación y honra que nuestras almas corran el mismo destino.”


            Y así, alabando al Señor y dando por bien su destino, volvió el ermitaño a su montaña, hasta el fin de sus días.


Más leyendas son y así te las he contado, gracias y hasta la próxima.



Escrito por: Jesús Sierra

Fuentes: “Leyendas Extremeñas”, José Sendín Blázquez

               “María la Viuda”, Eduardo Marquina