viernes, 10 de agosto de 2012

La Leyenda de la Torre de la Mora

              Esta antigua leyenda versa sobre otra de las torres que fortificaron la Villa de Cáceres, Qāsrish (قاصرش) en época andalusí. En su época más esplendorosa llegó haber hasta 26 torres, aunque no todas tienen su leyenda.

Torre de la Mora, Cáceres


Eran los tiempos de la reconquista, y la guerra se prolonga ya más de cuatrocientos años con suerte alterna. Por aquellos tiempos al mando del Alcázar de la villa y de las tierras de alrededores estaba un guerrero musulmán, joven, alto y esbelto, de larga barba negra, ojos llameantes y rostro noble; que por mérito de sus andanzas, terror de la frontera de Andalucía, el mismísimo califa le había otorgado tal honor; su nombre Mansur.
Su vivir discurría, entre el gobierno de la villa,  de brazo ejecutor en traidores y criminales, pero justo e insobornable en las decisiones al juzgar; sus deberes religiosos y la Guerra Santa.
En una tregua entre guerra, en el atardecer de un día  de verano, la avanzadilla situada a orillas del Salor, envía un mensajero a Qāsrish para anunciar la llegada próxima de una embajada del califa. Tras una corta espera, los vigías situados en la torres divisan la multicolor comitiva acercándose a la villa, de inmediato es avisado Mansur, que desde  una de las torres observa que junto a los guerreros islámicos que la protegen marchan de escolta cien lanzas leonesas y castellanas, con sus escuderos precediendo a los caballeros, dando escolta, protección y guardia de honor a la embajada. Abrieron se entonces las puertas de la ciudad, y al galope montando su alazán y seguido de su guardia personal, sale al encuentro Mansur. Allí es recibido por el embajador del califa cordobés y camarada de armas, Abu-Malek, que tras los respectivos saludos le expresa que:

           “Por orden personal del califa y como reconocimiento a tus honores, te ofrece en matrimonio a una joven princesa Omeya de su linaje, de nombre Amina, y te ordena reanudar la Guerra Santa el próximo otoño”.
Miniatura medieval (F.I.)

Aquella noche, Qāsrish ardió en fiestas por la futura boda de su señor, para agasajar la embajada del califa y en homenaje a los caballeros cristianos que al enterarse del motivo de la comitiva la había escoltado como símbolo de su higaldía.
Y la boda se celebro, entre fiestas, justas y danzas populares, que entretuvieren a la toda la población. La princesa que hasta aquel momento había permanecido oculta tras un velo, según la costumbre islámica, dejo ver Amina sus ojos negros, su encantadora sonrisa y la perfección y blancura de su cuerpo de diecisiete años, ante el ahora dueño de su corazón, que maravillado por su dulzura y belleza, cayó preso de su amor. Y felices pasaban los días para la joven  y enamorada pareja.
Pronto la princesa recibió homenajes de damas, de esposas de los guerreros, de las mujeres del harén; esclavas cristianas que las libero de su cautiverio y las invito a convivir con ella; y de residentes de la villa en general. Culta y amable, todos rivalizaron en amarla y en servirla, y el propio Mansur era el primero de sus servidores.
Y la guerra se reanudo, defendiendo el uno lo conquistado por el otro, queriendo reconquistar el despojado lo perdido. Mansur como ordenó el califa, una mañana de otoño, tuvo que partir hacia  Guerra Santa dejando un mínimo de defensores para la custodia de la villa y de su adorada princesa. Amina, desde la torre albarrana más avanzada de la muralla vio alejarse junto a sus tropas a su enamorado Mansur, prometiéndole esperarle hasta su llegada, mientras sus lágrimas recorrieran sus mejillas rosadas. 
Torre Redonda, Cáceres.

Desde la partida de Mansur, cada atardecer, una sombra blanca se recortaba entre las almenas de la torre albarrana, ojeando el horizonte. Cada  polvareda o movimiento en la lejanía bastaba para acelerar el corazón de la joven enamorada. Y la torre avanzada, la más peligrosa entre todas, “Torre de la Mora” fue llamada. Y con cariño fue respetada por mozárabes, judíos y por el propio enemigo, que de vez en cuando, un guerrero de otra torre  caía atravesado por sus saetas, pero jamás ataque alguno en la de la mora se registrara. Días y meses pasaban. Y una noche, cuando en la torre se hallaba divisó un incendio sobre la sierra de la Mosca, temiendo una desgracia hizo ensillar su blanca yegua y rauda, apenas pudo seguirla una reducida guardia, llegó presta al lugar de las llamas. Era una pastoría y una cabaña de mozárabes pastores la que estaba ardiendo. Sin demora, la joven Amina entró en la cabaña guiada por sollozos infantiles, sin babuchas pues entre la maleza perdiera, llego hasta donde dos niños lloraban ante el cadáver de su madre, a la que una viga desprendida alcanzara. Tomándolos entre sus brazos, pudo salir  de la cabaña, ardiendo la leve seda de su alquicel. Toda la gente que acudió, vio el arrojo y la valentía de la princesa, pero enmudeció al ver con espanto como los píes de la joven ensangrentados y abrasados por atroces quemaduras, no le producían dolor alguno. Preguntada al curarle, afirmó que carecía de sensibilidad alguna. Maravillados todos, agradecieron el acto de valor y calidad humana de sacrificio por los humildes, de la joven mora.
Grabado de caballería árabe (F.I.)

Pocos días después, llegaba Mansur, entre tristeza por la muerte de varios de sus guerreros en la última batalla por tierras de la comarca y por la orden recibida de replegarse y organizar  la defensa de la villa. Su llegada inesperada sorprendió a Amina en una dependencia que se hizo adecuar en la torre, donde vivían permanentemente desde la noche del incendio, pues  no podía caminar y las heridas indoloras no cicatrizaban.
Enterado Mansur, mandó llamar al médico de su expedición, que no encontró explicación ni cura a las heridas producidas. Durante varios días intentó todo tipo de pociones y tratamientos sin efecto alguno, las heridas empeoraban.  Con blanca bandera mandó un mensajero a Córdoba y el califa le correspondió enviándoles sus dos mejores médicos para tratar a la princesa que con premura se moría. Una vez reconocida y estudiada el cruel diagnostico no pudieron ocultar. Amina versada en la historia de sus antepasados y viendo los rostros pesadumbre de los presente, exclamó: “Estaba escrito. Es la maldición de los Omeyas.” Y discreta, pero con una dulce sonrisa en su cara se hizo llevar a la cámara de la torre.
Los doctores informaron a Mansur de la naturaleza de tal mal, de su imposibilidad de curación, y de las drásticas medidas a tomar. Era la lepra lo que la princesa tenía, espanto y terror de los hombres de aquel tiempo. Nadie habría de saberlo y el contagio se habría de evitar. La muerte acechaba a las puertas.
En la torre, Amina moribunda le confesó, que un Omeya antepasado suyo una noche, en una incursión contra judíos a orilla del Jordán, atacó un poblado con centenares de miserables chozas rodeadas por un círculo de piedra. En su afán de muerte y pillaje, cargo contra ella, la sangre corrió por doquier y mezclándose con la suya, pues herido también fuera. Más tarde sabría de su horrible torpeza, había atacado a la población leprosa de Palestina. Años más tarde la lepra acabó con él  y desde entonces la conocida como la “maldición de los Omeyas” afecta algún descendiente por generaciones esporádicas.
Consciente de su agonía y su temor pidió a su enamorado que fuera abandonada en algún lugar remoto hasta que la muerte le llegara, a lo que Mansur llorando no accedió, y mandó que sus damas  de compañía la vistieran con las galas nupciales, que cinco años atrás la princesa había llevado. Y el mismo se vistió con sus mejores galas, se acicaló y perfumose la barba. Y así con todo el esplendor de las telas de Oriente, se despidieron cariñosamente de todos, dando una última orden a segundo en el mando:
“Tan pronto salgas de la torre, toma el mando absoluto de la fortaleza, ordena a los alarifes que tapien todas la puertas y ventanas de la torre, de manera que no pueda entrar ni aire ni luz alguna. Defiende el Alcázar y las tierras que nos son encomendadas. Con la vida respondes ante el califa del cumplimiento de esta orden."
Y al tapiar el ultimo hueco de la muralla de la granítica torre octogonal, la multitud allí congregada oyó la voz recia pero enamorada de Mansur que exclamaba:
“Ahora amada mía, crucemos juntos a la otra orilla de nuestro amor." Después el silencio se hizo presente.

Miniatura de Alfonso IX, Catedral de Santiago (F.I.)

               Decenas de años más tarde, al tomar el Alcázar y la torres de Qāsrish las tropas de Alfonso IX, observó que sobre la torre albarrana más avanzada no ondeaba el estandarte real, al preguntar el porqué, fue respondido; “que la torre hallábase murada y no fue posible entrar.”

               Ordenó inmediatamente abrirla, encontrándose en la cámara principal sobre una cama nupcial, los cuerpos de una pareja de amantes estrechamente confundidos en un abrazo y con sus rostros a pesar del tiempo reflejaban una sonrisa de esperanza. Unos viejos pergaminos allí encontrados daban firme testimonio de quienes eran y de cuál era su historia.
Tras el testimonio dado, mandó el rey cristiano los cuerpos respetar y para siempre la cámara sellar para que los amantes descanse solos para la eternidad.
Así la leyenda comenzaba… Y con el paso de los tiempos, los juglares y trovadores  a través de sus estrofas recitaron y cantaron tan incondicional y puro amor, un amor que ni la muerte en la “Torre de la Mora” pudo olvidar.    

            Más leyendas son y así te las he contado, gracias y hasta la próxima.


Escrito por: Jesús Sierra   
Fuentes: J. Arias   

3 comentarios:

  1. Que bonita y romántica...me ha encantado...

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  2. Bufff, bonita pero muy triste...pobre mora...qué de historias bonitas tiene Cáceres!!

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  3. En el blog pasaje de la historia, te copian las leyendas, porque como veo tu las publicaste antes, pero según la página las ha escrito el. Deberias poner el copyright.

    Muy buen trabajo y saludos Jose Luis

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